viernes, 17 de octubre de 2008

Cuentos y contados VI



Violeta era la mamá de Maricela. Era una mujer chiquita, trabajadora, que en su tiempo libre le gustaba salir a vender tamales, manteles y hamacas al mercado, los domingos asistía a la iglesia del pueblo y después a la cancha polvosa donde jugaba Vicente, un fabricante de hamacas y manteles, que aprendió su oficio en un pueblo vicentino llamado San Sebastián.

Ellos vivían en el barrio El Canelón, ahí al final de la calle, se ubicaba Rigo, quien iniciaba la escena matutina sacando a la sombra de un arbusto, un aparato con rueda de bicicleta que daba vuelta (obvio no?) empujada por medio de una manivela de la cual finalizaba en un gancho de cuatro puntos.

Remberto al mismo tiempo, cargaba unos postes con alambres que fijaba cada diez metros aproximadamente.

Empezaban con un pequeño cordel amarrado en los ganchos del “nosequé”. Rigo sentado en un cumbito y frente al aparato, giraba la rueda, mientras en el otro extremo, Remberto cargando un fajo de henequén, jalaba y caminaba despacio hacia atrás produciendo un hilo que después usaban para amarrar los carrizos de pólvora en los cohetes de vara, los toritos pintos y los castillos para las fiestas patronales.

Con curiosidad, Rafael los observaba y le decía a Remberto que le iba a ayudar, este respondía que no, que eso se aprendía, que si la pita se afloja los “cuetes” se arruinan y no revientan. Claro, como todo curioso, no quedaba mas que observar como Remberto movía sus dedos de un lado a otro mientras seguía su trabajo. Y así llegaban cerca de las 11 a.m.

Cuando Remberto terminaba su labor, daba dos tirones a la pita y volvía haciendo una bola del cordel.

Una escena que se repetía y se sigue repitiendo, con personas distintas, una o dos veces a la semana, en la etapa productiva de un pueblo, cerquita de San Salvador.

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